miércoles, 27 noviembre
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Relato ganador del primer premio del concurso de La Moravilla

Por Beatriz Casas Abad

Solsticio

La noche más larga, como cada año. Mañana será un poquito menos, se decía mientras sujetaba una taza de té muy caliente con la que intentaba disipar el frío de sus manos. Pero ese frío, poderoso, venía de dentro. Xia pegó la mejilla contra el cristal de la ventana y sintió que le ardía, así que instintivamente se tocó la cara con los dedos… Era como si ambas partes no pertenecieran a un mismo cuerpo. 

Pues por dentro igual: la echaba de menos a veces, pero nunca con tanto fuego como la noche del solsticio y, a la vez, el frío paralizante del miedo más absoluto. Si volvía, si aquella noche se presentaba, no sabría cómo lidiar con ella. Estaría a su merced, sin voluntad, y casi diría que sin pasado, ni futuro… Un ser totalmente vacío, como colgando de ninguna parte, y sin poder moverse. 

De tanto imaginársela le pareció que notaba su presencia. Al principio, como en la sensación difusa de que hay alguien más en la habitación a quien no consigues ver. Después creyó escucharla. Y entonces sintió su aliento en el cuello. Se giró rápidamente: allí estaba, con sus ojos amarillos desvistiendo cualquier máscara que hubiera intentado ponerse.

  • Me has llamado.
  • No.
  • No era una pregunta. ¿Qué te pasa?

Todo comenzaba a desvanecerse: el pasado, el futuro, su voluntad… Solo existía esa criatura en medio de una intensa nada.

  • Te echo de menos, no sé qué hacer.

Ella pareció erizarse, puede que de placer, pero no sabría decirlo. Se miraban en una conexión tan profunda como contradictoria, amándose y repudiándose, quizás deseando no haberse conocido.

  • Sube, te llevo – le dijo, al fin. – Como antes.

Y en ese momento se puso el último rayo de sol: la noche, por fin, y el amarillo de sus ojos. ¿Qué podía hacer? Hacía rato que el destino no estaba a su alcance. Se acercó y le pasó la mano por el lomo, suave. Ella se erizó, ahora sí, de placer y la empujó con su hocico, suavemente, pero con la suficiente firmeza como para hacerla trepar hasta su cruz sin ningún titubeo más. Una vez arriba, notó el calor de su piel y comenzó a relajarse. Se abrazó a su cuello.

  • No recuerdo por qué …
  • Ssssst… agárrate fuerte. 

La loba saltó sin esfuerzo hasta el balcón y de allí, de un tejado al siguiente. Apenas apoyando sus patas, flotaba entre las cornisas, casi volaba. Xia se agazapaba contra su espalda y hundía la mejilla en su pelaje pero no podía dejar de sonreír. De su interior brotaba, o quizás solo estaba recordando, una ilusión tremendamente pura que la inundaba por completo y casi no podía contener. La misma que se tenía prohibida hacía tiempo… 

Y en cada salto, volvía aquella lejana ambición de querer llegar tan alto como pudiera y alcanzar su propio cielo, sin importar cuán lejos e inalcanzable estuviera el cielo de verdad, si es que tal cosa existía. 

Contemplaba las luces de la ciudad que les devolvían la calidez de los hogares, de color amarillo brillante… Aunque no estaba segura si, en realidad, quizás es que provenían de los ojos de su loba. 

Desde lejos, veía también a la gente moverse dentro de sus diminutas vidas y echaba tímidamente de menos a todos aquellos desconocidos, pero no se sentía triste sino en paz, queriéndolos tantísimo en la distancia, con ese amor tan cristalino e inexplicable que ya casi había olvidado que podía sentir. 

A través de su loba, recordó cómo era observar todo con la fascinación de un recién llegado y sentir sin las reservas del que se sabe herido.

Miraba hacia abajo entre saltos, claro, y sabía que podía caer. Sí, quizás, seguramente, cayera. Pero es que todo era tan increíblemente precioso… 

En un último impulso, se situaron en la copa de un ginkgo, viejo en tiempo humano, y treparon hasta sus ramas más altas. Allí la loba se enroscó rodeándola y, al notar de nuevo el calor envolviendo su cuerpo, sintió que comenzaban a fundirse. Parecería que solo existían ellas dos, pero hacía un rato que ya solo eran una.

  • No recuerdo por qué te aparté de mi lado…
  • Solo tú me ves como a una bestia, nadie más.

Se avergonzó un poco.

  • Es por esos colmillos afilados. A veces te gusta morder y cuando lo haces, lo haces con gusto.
  • Me defiendo, Xia, lo hago porque no sé qué otra cosa hacer.

Rara vez la llamaba por su nombre. La miró a los ojos de nuevo como por primera vez, y ahora le parecían tiernos, desprotegidos, heridos quizás. Xia sintió que el dolor profundo de su loba se entremezclaba con el recuerdo de todas las veces que ella la había repudiado, rechazándola con rabia a veces, o con la más destructiva indiferencia otras. Cómo había intentado negarla cada vez que quería reencontrarse con ella, apartándola y acusándola de todo su sufrimiento. Juzgándola incapaz de mantenerla a salvo en el universo hostil que había ido descubriendo en cada desgarro de su alma.

 Y así, con ambos cuerpos aún fundiéndose en uno se dio cuenta que también ella sentía el rechazo, la rabia y la indiferencia. También se sintió negada, invisible, como si no existiera. Sintió el sufrimiento de su loba como suyo, no porque fuese igual, sino porque era el mismo. La loba se dio cuenta:

  • Ahora lo sabes, Xia: yo soy tú.
  • Creí que debía deshacerme de ti para poder vivir tranquila y solo conseguí enjaularte y herirte en cada intento.
  • No hay herida que no compartamos, no lo olvides. Y dime, ¿seguirás viéndome como a una bestia?

Xia volvió a avergonzarse, pero no conseguía encontrar la manera de encajar a esa criatura tan poderosa, peligrosa por momentos, pero de mirada tierna y desprotegida, en ese nuevo mundo que ahora conocía, repleto de interrogantes y cuestionamientos, en el que era tan difícil encontrar los sentimientos tan puros, cristalinos, casi infantiles de su loba. 

  • En otro tiempo fuiste mucho más fácil de convivir, pero ahora… No estoy segura de si lograré darte de nuevo un lugar…

Una ráfaga de compasión le invadió el cuerpo y se sorprendió al comprobar que venía de los ojos amarillos del animal.

  • Creo que ahora estaré bien. Solamente no lo olvides, Xia, yo soy tú.

Se giró y comenzó a ocultarse entre las sombras.

  • ¿Volverás en el próximo solsticio?
  • En realidad yo nunca me he llegado a ir.

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